Por primera vez en 37 años, el Estado
reconocerá su responsabilidad en el magnicidio de Guillermo Cano Isaza, el
director de El Espectador asesinado en 1986, así como el
fracaso en la investigación y juzgamiento a los responsables. Un proceso
judicial lleno de errores e impunidad que hoy sirve para hacer memoria y volver
a creer en la justicia.
A las 8 y 55 de la noche del
miércoles 17 de diciembre de 1986 en la morgue de la Caja de Previsión Social,
el juzgado 71 de instrucción criminal formalizó el acta del levantamiento del
cadáver del director de El Espectador, Guillermo Cano Isaza. Trece impactos de
bala causados por un sicario desde una motocicleta acabaron con su vida. El
asesino huyó junto al conductor del vehículo por la avenida 68 hacia el norte.
Al día siguiente, el director seccional de instrucción criminal Ricardo
Villarraga Pérez ofició al juez 71 Andrés Enrique Montañez Muñoz, que otro
funcionario judicial había sido encargado durante 30 días para realizar las
averiguaciones del magnicidio del periodista. Así empezó a configurarse el
expediente fallido.
El comisionado para adelantar la investigación fue el juez 60 de instrucción criminal ambulante Armando Rojas Haupt, un curtido funcionario instructor que emprendió las primeras pesquisas y obtuvo las primeras declaraciones de los familiares, colegas de confianza, empleados administrativos, de seguridad y testigos del momento en el que el sicario explotó la ventanilla izquierda de la camioneta Subaru de placas AG 5000, cuando Guillermo Cano salía del periódico. Esa información recaudada permitió concluir que lo sucedido estaba anunciado. “Salgo del periódico y no sé qué va a pasar”, le contestó Cano a la periodista Cecilia Orozco 24 horas antes, cuando le preguntó por la libertad de prensa en Colombia.
El impacto social provocado por el
asesinato del director de El Espectador y el reclamo de los periodistas con una
marcha del silencio sin antecedentes en el mundo, llevaron a las autoridades a
improvisar una publicitada redada de narcos. En esa ofensiva judicial fue
capturado Evaristo Porras Ardila, narcotraficante de Leticia (Amazonas),
tristemente célebre porque fue el personaje que puso contra las cuerdas al
ministro Rodrigo Lara Bonilla, cuando el funcionario la emprendió contra los
mafiosos en el Congreso. Como el 16 de julio de ese mismo año 1986 había sido
asesinado el corresponsal de El Espectador en Leticia, Roberto Camacho Prada,
la pesquisa por el homicidio de Cano se desvió hacia una eventual conexión de
casos.
Sin embargo, desde las primeras
semanas de evolución del expediente, la familia Cano otorgó poder para que
actuara como parte civil al abogado y periodista del diario, Héctor Giraldo
Gálvez, quien además compartió con Guillermo Cano, Fabio Castillo y Luis de
Castro, varios de los trabajos de la unidad investigativa. Inicialmente, con el
juez 60, y después con la jueza 89 de instrucción criminal ambulante, Consuelo
Sánchez Durán, encargada de las pesquisas a partir de una pista determinante:
la matrícula de la motocicleta con la cual se perpetró el asesinato. Las placas
de ese automotor condujeron a la investigadora al almacén donde había sido
adquirida, y de esa manera fue identificado el asesino.
En contexto: El caso de Guillermo Cano que se embolató en la CIDH
Los testigos oculares del crimen de
Guillermo Cano ratificaron que el individuo que las autoridades relacionaron
con la motocicleta detectada, fue el mismo que le disparó al periodista. El
problema es que cuando se intensificó la búsqueda de este sujeto, identificado
como Álvaro García Saldarriaga, se verificó que semanas después del magnicidio
de Cano, fue asesinado en Palmira (Valle) y su cuerpo apareció esposado a las
orillas de un río. Ya era evidente la intención de borrar cualquier rastro de
verdad y justicia. También era notoria la decisión del cartel de Medellín de
impedir incluso que la memoria del periodista o la de El Espectador pudiera
consolidarse en cualquier municipio de Antioquia.
El sábado 11 de abril de 1987, una
carga de dinamita destruyó un monumento a Guillermo Cano Isaza erigido en el
parque Simón Bolívar de Medellín, en memoria del periodista y en homenaje a los
cien años de El Espectador cumplidos el 22 de marzo. En búsqueda de
responsables la justicia constató que al menos dos asiduos acompañantes de
García Saldarriaga, identificados por algunos testigos como sujetos vistos
merodeando por las instalaciones del periódico, también fueron asesinados en
una acción sistemática de silenciamiento de posibles delatores. La opción de la
jueza Consuelo Sánchez fue buscar la trazabilidad del dinero con el que fue
comprada la motocicleta que se usó para cometer el magnicidio.
En esa averiguación se pudo constatar
que el cheque por tres millones y medio de pesos para adquirir la motocicleta
fue entregado por Álvaro García Saldarriaga a su madre María Ofelia
Saldarriaga, quien hizo la transacción, y los fondos provenían de la cuenta 005
21826 8 del Banco de Crédito y Comercio de Medellín, a nombre de Carlos
Martínez Hernández. Un minucioso rastreo en la propia sucursal bancaria
permitió establecer que el referido titular de la cuenta tenía autorizado a un
tal Raúl Mejía para girar cheques, pero realmente quien movía altas sumas de
dinero a través de esa cuenta, lo mismo que varios miembros de su familia, era
el acaudalado comerciante y prestamista, Luis Carlos Molina Yepes.
Desde finales de 1987 y a lo largo de
1988, la jueza Consuelo Sánchez Durán y el abogado Héctor Giraldo Gálvez
lograron importantes avances a partir de desencriptar el uso de la cuenta del
Banco de Crédito y Comercio. Además de múltiples operaciones comerciales de
Luis Carlos Molina Yepes y algunos miembros de su familia, aparecieron
peculiares pagos. Por ejemplo, las mensualidades de arriendo de la habitación
708 del hotel Antaño, situado en Medellín, ocupada por Hernando Gaviria,
director del periódico Medellín Cívico, promotor de las actividades políticas
del ex representante a la Cámara por Antioquia, Pablo Escobar Gaviria.
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Uno de los propietarios del hotel
resultó ser Gustavo Gaviria Rivero, primo y socio del capo del narcotráfico. En
la pesquisa a quienes dieron referencias bancarias o tuvieron vínculos como
cuentacorrentistas con Carlos Martínez Hernández y Luis Carlos Molina Yepes,
aparecieron transacciones con Victoria Eugenia Henao de Escobar, esposa del
jefe del cartel de Medellín; de su hermana Alba Marina Escobar de Gallego y de
otros miembros de la familia del mafioso. La información recaudada permitió
adelantar una inspección judicial a los libros de contabilidad del hotel Antaño
que permitieron verificar su uso como centro de operaciones.
Luis Carlos Molina Yepes fue detenido en febrero de 1988 y sometido a una larga diligencia de indagatoria. El individuo interrogado ratificó su condición de negociante en bienes de propiedad raíz, cambio de moneda, importación de licores, acciones de empresas, terrenos rurales, transacciones de ganado y capitales invertidos en el Banco Ganadero. Al ser interrogado por sus vínculos con Gustavo Gaviria Rivero, aseguró que no lo veía desde cuatro años atrás, y que la razón para autorizar a terceros para la expedición de cheques desde la cuenta en el Banco de Crédito y Comercio, era una costumbre usual por motivos de confidencialidad y seguridad.
Cuando la investigación empezaba a
develar la telaraña del magnicidio de Guillermo Cano, súbitamente Luis Carlos
Molina Yepes se evadió de las autoridades. La dirección seccional del
Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en Antioquia informó que el
jueves 3 de marzo de 1988, hacia las 10:30 de la mañana, se fugó de esa
dependencia. La jueza Consuelo Sánchez continuó sus pesquisas alrededor de la
cuenta bancaria, y comparando el del caso Cano con los entramados de otros
magnicidios, como el crimen de Rodrigo Lara en abril de 1984, del juez Tulio
Manuel Castro en agosto de 1985 y del magistrado Hernando Baquero Borda en
julio de 1986.
El 23 de agosto de 1988, la jueza 89
de instrucción criminal, Consuelo Sánchez Durán profirió resolución acusatoria
contra Pablo Escobar Gaviria como autor intelectual del crimen de Guillermo
Cano. La misma medida adoptó respecto de David Ricardo Prisco Lopera, Norvey de
Jesús Alvarán Valencia y Jorge Argiro Tobón Olarte, en calidad de coautores del
homicidio. La funcionaria judicial ordenó continuar la indagatoria a Luis
Carlos Molina Yepes aunque le concedió el beneficio de la libertad provisional
previo pago de una caución de ochenta salarios mínimos y la obligación de
comparecer al juzgado, obligación que nunca cumplió.
En video: Pablo
Escobar: hoy hace 40 años se publicó la nota que desenmascaró al narco | El
Espectador
El resto de 1988 se fue en la
interminable tarea del abogado Giraldo Gálvez de examinar nombre por nombre y
cheque por cheque, los movimientos de la cuenta del Banco de Crédito y Comercio
y de las cuentas relacionadas en otras instituciones crediticias. Para sorpresa
de la jueza Consuelo Sánchez y del propio Giraldo, por los mismos días de su
pesquisa, el juez 71 de instrucción criminal, Andrés Enrique Montañez, quien
adelantó las primeras diligencias del caso Cano, incluyendo el levantamiento
del cadáver, terminó investigado penalmente por validar el habeas corpus que
permitió al narcotraficante Jorge Luis Ochoa fugarse de la cárcel de La Picota.
En medio de la guerra del terrorista Pablo Escobar Gaviria contra el Estado y la sociedad colombiana, pronto su cartel impune atacó al hombre que rastreaba sus pasos. El abogado Héctor Giraldo Gálvez, asesinado el 29 de marzo de 1989 cuando se desplazaba a los juzgados en espera de conocer el rumbo del expediente Cano. Un golpe mortal a la verdad y la justicia porque la familia desistió de buscarlas y concentró su acción en el trabajo periodístico en El Espectador, pese al exilio de los directores Juan Guillermo y Fernando Cano, hijos de Guillermo Cano; y del jefe de investigaciones, Fabio Castillo, quien publicó Los jinetes de la cocaína y abandonó el país.
Por apelación de los implicados, el
proceso Cano terminó en el despacho del magistrado de la Sala Penal del
Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Valencia García, quien confirmó la acción
de la justicia contra Escobar Gaviria y sus secuaces. El 16 de agosto de 1989
fue asesinado a pocas cuadras de su despacho en el centro de Bogotá y apenas
minutos después de formalizar su medida. La rama judicial paralizó sus
actividades, pero esos eran días de narcoterrorismo. A las 48 horas fue
asesinado en Medellín el comandante de la Policía de Antioquia, coronel
Valdemar Franklin Quintero; y en Soacha (Cundinamarca), el virtual presidente
de Colombia, Luis Carlos Galán Sarmiento.
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taquillero criminal que es mejor ni mencionar
Dos semanas después, a las 6:43
minutos de la mañana del sábado 2 de septiembre de 1989, un camión cargado con
dinamita fue explotado contra las instalaciones de El Espectador. Por la hora,
la detonación no dejó víctimas mortales, pero sí heridas a 73 personas y
destrozos en la edificación y varios inmuebles a la redonda. Con la imagen de
la sala de redacción convertida en un reguero de vidrios, trozos de metal,
máquinas destruidas y papeles sin dueño, al día siguiente el periódico puso en
manos de los lectores una edición extraordinaria de 16 páginas con un título
que se convirtió en una consigna para enfrentar al terrorismo: “¡Seguimos
adelante!”.
Un mes después, en la mañana del 10
de octubre, con diferencia de minutos, fueron asesinados en Medellín, Marta Luz
López y Miguel Soler, gerentes administrativo y de circulación de El Espectador
en Medellín. La orden de los extraditables era que el periódico no debía
circular en ningún lugar de Antioquia. Esa misma semana detonaron un carro
bomba contra el periódico Vanguardia Liberal en Bucaramanga con cuatro
víctimas. Hernando Tavera, otro funcionario administrativo de El Espectador en
Medellín, también se sumó a la lista de los asesinados por la saña de la mafia
contra en periódico de Guillermo Cano, su familia, sus colegas y su memoria.
Al año siguiente, cuando el gobierno
Gaviria cambió la tónica de la guerra abierta de la era Barco, en noviembre de
1990, con intervención del fiscal 29 superior Ismael Pulido, comenzó la etapa
de juicio del caso Cano sin procesados mayores. Se ratificó que fue un homicidio
doloso en modalidad de agravado, pero en medio del laberinto en el que se
convirtió el expediente en cuatro años, terminó acumulado a una causa paralela:
el proceso por el asesinato del magistrado de la Corte Suprema de Justicia,
Hernando Baquero Borda, uno de sus escoltas y un transeúnte, ocurrido el 31 de
julio de 1986 en Bogotá, cinco meses antes del asesinato de Guillermo Cano.
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Por información cruzada entre
despachos judiciales se concluyeron vínculos del procesado Castor Emilio
Montoya Peláez en ambos actos criminales, y se decidió acumular los dos
expedientes en uno, mientras seguía dando vueltas entre Bogotá y Medellín. Fue
la época en que el gobierno Gaviria expidió el decreto 2790 de 1990 que creó la
justicia sin rostro como fórmula extrema para que no siguieran matando a los
jueces; y también puso en marcha la política de sometimiento a la justicia que
a través de decretos de Estado de Sitio permitió a muchos narcos saldar sus
cuentas con penas laxas, y a Escobar Gaviria recluirse en la cárcel de La
Catedral para seguir delinquiendo.
En una dinámica de aceptación masiva
de cargos por parte de los beneficiarios de la política de sometimiento, más de
uno de los secuaces de Escobar aceptó el asesinato como un desafuero más. El
locuaz Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias “Popeye”, declaró que matar a
Guillermo Cano fue una vuelta muy sencilla. “No se necesitaba nada, salía todos
los días a la misma hora del diario El Espectador, andaba en un
carro Subaru que no era blindado, siempre sin escoltas y él manejaba”. Carlos
Mario Alzate Urquijo, conocido como “El Arete”, ratificó que el atentado contra
el periódico se hizo en atención al odio que abrigaba Pablo Escobar contra el
diario de los Cano.
Entre esas causas acumuladas se
mimetizó la impunidad y la opción de la justicia se fue desvaneciendo sin
opción. A mediados de 1992, el expediente Cano fue trasladado a Medellín, al
despacho de la fiscal sin rostro, Myriam Rocío Vélez. Por esos mismos días,
Pablo Escobar Gaviria se fugó de la cárcel de La Catedral con sus
lugartenientes y recobró su accionar terrorista. El 18 de septiembre la fiscal
fue asesinada junto a sus dos escoltas. Otro crimen ligado a la misma cadena
homicida y un revés más en el proceso por el magnicidio del director de El
Espectador, la bomba contra sus instalaciones y el rosario de asesinatos
para ahogar la justicia y tapar la verdad.
Nueve años después de la muerte de
Guillermo Cano, el juzgado 73 penal del circuito de Bogotá dictó sentencia. Ni
Pablo Escobar, ni sus socios o sus secuaces fueron condenados. Ni siquiera,
citados en el documento de 64 páginas. La que resultó sentenciada por homicidio
agravado fue María Ofelia Saldarriaga, madre del sicario Álvaro García
Saldarriaga, a 16 años de prisión. La jueza Merley Pulido de Barros concluyó
que fue responsable de los actos de colaboración a su hijo. También fueron
condenados a la misma pena Luis Carlos Molina Yepes y Carlos Martínez
Hernández, por el manejo de la cuenta desde la cual salió el dinero para pagar
la motocicleta del asesinato.
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Los particulares Pablo Enrique Zamora
Rodríguez, Víctor Manuel Vásquez Pérez y Castor Emilio Montoya Peláez,
terminaron condenados en la misma sentencia por la acumulación del proceso de
Guillermo Cano y el expediente por el asesinato del magistrado de la Corte
Suprema, Hernando Baquero Borda. Esta sentencia del juzgado 73 penal del
circuito fue apelada y pasó a la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá. En
segunda instancia, María Ofelia Saldarriaga y Carlos Martínez Hernández fueron
absueltos, se convalidaron las órdenes en el caso Baquero Borda y tres
magistrados reiteraron la vigencia de la orden de captura contra Luis Carlos
Molina Yepes.
La decisión se produjo el 30 de julio
de 1996 con nulas posibilidades de continuar en casación ante la Corte Suprema
de Justicia. Entonces intervino la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que
a través de una carta al presidente Ernesto Samper le solicitó formalmente que
mediara ante las autoridades judiciales y al menos Luis Carlos Molina Yepes
fuera recapturado. A los pocos días, el 19 de febrero de 1997, la Policía lo
detuvo en un conocido restaurante del norte de Bogotá. El gobierno Samper lo
exaltó como un reconfortante acierto de la justicia y por algún tiempo
volvieron a relucir los nombres de los clientes y beneficiarios de su cuenta
corriente.
En la época ya Jhon Jairo Velásquez,
alias “Popeye” se había convertido en testigo estelar de la justicia y asiduo
invitado de los medios de comunicación para descrestar con sus memorias
criminales. Respecto a Luis Carlos Molina dijo a la Fiscalía que lo conoció por
lo menos desde el año 1985, porque cuando él o sus compañeros de andanzas
tenían que cambiar dólares y él tenía su cuenta abierta. “Él cambiaba los
cheques, y si eran para cuatro o cinco días, cobraba el 1% cada día”. Como
Molina Yepes sabía quién era “Popeye” y demás sicarios, siempre recalcaba: “No
me vayan a traer cheques con problemas porque me dañan la vida. Yo les
colaboro, pero no me perjudiquen”.
Ante la captura de Luis Carlos Molina
y la confusa perspectiva de justicia, al día siguiente la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP) decidió presentar el caso ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Los entonces directivos de la SIP,
David Lawrence, presidente del periódico The Miami Herald, y Luis Gabriel Cano,
hermano de Guillermo Cano, presentaron un documento de 1.966 páginas con la
secuencia completa de impunidad, incluso desde antes del 17 de diciembre de
1986. Los denunciantes pidieron a la CIDH protección de los derechos a la vida,
a la justicia y a la libertad de expresión, basados en un inventario de errores
crasos.
“Destitución de jueces por soborno;
amenazas contra magistrados; asesinato de investigadores, jueces y periodistas;
falta de investigación sobre casos de negligencia e impericia judicial,
infiltración en la justicia de personas del cartel de Medellín que se
apoderaron de vital información”. Resultó tan contundente el reclamo de los
directivos de la SIP, que a las dos semanas, el 4 de marzo de 1997, la CIDH
abrió el caso y notificó al Estado para que respondiera. Lo hizo la Cancillería
del gobierno Samper calificando el caso como inadmisible, desde la perspectiva
de que en el asesinato de Guillermo Cano no había ningún funcionario estatal
comprometido.
La SIP respondió al Estado que,
contrario a lo expuesto, el caso Guillermo Cano era “un proceso plagado de
irregularidades”. La organización internacional cuestionó casi diez años de
Luis Carlos Molina Yepes viviendo a sus anchas en Medellín desde que se fugó de
las oficinas del DAS en 1988; y recordó que el asesinato del director de El
Espectador fue el comienzo de una ola de violencia contra la libertad
de prensa, con un mensaje de rampante impunidad ante cualquier intento
periodístico de crítica al narcotráfico. La SIP le reclamó al expresidente
César Gaviria que su política de sometimiento a la justicia no hubiera
contemplado una mínima reparación a las víctimas.
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El Estado contestó las observaciones
de la SIP hasta agosto de 2000, ya en tiempos de la administración de Andrés
Pastrana. Su argumento central fue que las decisiones de la justicia en el caso
Cano habían sido tomadas en derecho, y que el gobierno no podía interferir el
principio de la separación de los poderes públicos. Respecto a los ataques
sistemáticos contra El Espectador, concluyó que para la evaluación
del caso Cano debían separarse y no correspondía a la comisión analizarlas. El
documento fue notificado por el representante de Colombia ante la OEA, Luis
Alfredo Ramos, quien insistió en que ya los recursos legales internos estaban agotados
con resultados concretos.
A principios de 2001, ante los
argumentos del caso y su importancia para la libertad de expresión en Colombia,
la CIDH planteó a las partes acordar una solución amistosa. El entonces
coordinador de la libertad de prensa de la SIP, Ricardo Trotti, la consideró
una medida “inapropiada e improcedente”. Tres días después de esta réplica, el
23 de febrero de 2001, con un texto de 21 páginas, los comisionados Claudio
Grossman, Juan E. Méndez, Marta Altolaguirre, Robert Goldman, Peter Laurie,
Helio Bicudo y Julio Prado Vallejo, concluyeron que, en el caso Cano, el Estado
fue responsable por la violación de los derechos a la vida, el acceso a la
justicia y la libertad de expresión.
Cinco meses después, el
viceministerio de relaciones exteriores, a cargo de Jairo Montoya, remitió al
nuevo representante de Colombia ante la OEA, Humberto de La Calle Lombana, una
petición urgente del canciller Guillermo Fernández de Soto para que no se
agotara el debate de fondo y la CIDH reconsiderara su informe. En su misiva
agregó que la CIDH no tenía toda la información disponible del caso y que, a
través del decreto 1592 de agosto de 2000, la administración Pastrana había
puesto en marcha un programa de protección a los periodistas que probaba sus buenas
intenciones. A partir de ese documento nada volvió a saberse sobre el caso
Guillermo Cano en la CIDH.
Desde el crimen del abogado y
periodista Héctor Giraldo Gálvez, la familia Cano desistió de asomarse al
proceso porque no quería que nadie más fuera asesinado. La Relatoría para la
Libertad de Expresión de la OEA realizó visitas al país en 2001 y 2005, pero en
sus reportes no hizo alusión alguna al expediente. Nadie volvió a dar razones
del informe y de este vacío incomprensible solo se vino a saber hasta 2017,
cuando la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), en cabeza de Pedro
Vacca, conoció los pormenores de lo acontecido y constató que en algún anaquel
quedó guardada una decisión trascendental para Colombia y la responsabilidad
del Estado en la muerte de Guillermo Cano.
Un error que la CIDH asumió sin
romper sus protocolos. Es decir, con la certeza de que procesalmente nada se
puede hacer. En paralelo, el 2 de julio de 2010, el fiscal séptimo
especializado en derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario, Nelson
Hernando Casas Puentes, produjo una decisión alentadora. Declaró que el
homicidio de Guillermo Cano tiene categoría de crimen de lesa humanidad, y que,
por lo tanto, la acción penal es imprescriptible. Ese anuncio creó una remota expectativa
de verdad y justicia y la Fiscalía envió una carta rogatoria a la embajada de
Estados Unidos para escuchar en declaración a un convicto colombiano
extraditado.
El personaje resultó ser Félix
Antonio Chitiva Carrasquilla, alias “La Mica” capturado en octubre de 2001 y
extraditado en julio de 2002. Según la justicia norteamericana, este individuo
perteneció a la organización narcotraficante de los hermanos Miguel Ángel y
Víctor Mejía Múnera, pero conoció de las tratativas con diversas organizaciones
de mafiosos, entre ellas el cartel de Medellín. Una expectativa judicial que se
desvaneció cuando se supo que ya “La Mica” había cumplido su condena. El otro
citado a declarar fue el tristemente célebre “Popeye”, que poco tenía para
agregar a su larga fábula y falleció de muerte natural con su atado de verdades
y mentiras.
Catorce años han pasado desde la
declaratoria de lesa humanidad del caso Guillermo Cano por parte de la Fiscalía
sin un solo avance. Ya son 38 años desde que ocurrió el magnicidio y cada vez
son más remotas las posibilidades de verdad y justicia. Sin embargo, el Estado,
en cabeza del Ministerio de Justicia que regenta el abogado Néstor Osuna, hará
un acto de reconocimiento a la memoria del director de El Espectador que
incluye aceptar las múltiples omisiones del Estado en la materia. Una pausa en
el camino de la impunidad para volver a creer en la justicia.
Para conocer más sobre justicia,
seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El
Espectador.