Cronología de un crimen sin respuesta: todo sobre el asesinato de Guillermo Cano

domingo, febrero 11, 2024

Por primera vez en 37 años, el Estado reconocerá su responsabilidad en el magnicidio de Guillermo Cano Isaza, el director de El Espectador asesinado en 1986, así como el fracaso en la investigación y juzgamiento a los responsables. Un proceso judicial lleno de errores e impunidad que hoy sirve para hacer memoria y volver a creer en la justicia.

Jorge Cardona
09 de febrero de 2024 - 07:00 a.m.






A las 8 y 55 de la noche del miércoles 17 de diciembre de 1986 en la morgue de la Caja de Previsión Social, el juzgado 71 de instrucción criminal formalizó el acta del levantamiento del cadáver del director de El Espectador, Guillermo Cano Isaza. Trece impactos de bala causados por un sicario desde una motocicleta acabaron con su vida. El asesino huyó junto al conductor del vehículo por la avenida 68 hacia el norte. Al día siguiente, el director seccional de instrucción criminal Ricardo Villarraga Pérez ofició al juez 71 Andrés Enrique Montañez Muñoz, que otro funcionario judicial había sido encargado durante 30 días para realizar las averiguaciones del magnicidio del periodista. Así empezó a configurarse el expediente fallido.

El comisionado para adelantar la investigación fue el juez 60 de instrucción criminal ambulante Armando Rojas Haupt, un curtido funcionario instructor que emprendió las primeras pesquisas y obtuvo las primeras declaraciones de los familiares, colegas de confianza, empleados administrativos, de seguridad y testigos del momento en el que el sicario explotó la ventanilla izquierda de la camioneta Subaru de placas AG 5000, cuando Guillermo Cano salía del periódico. Esa información recaudada permitió concluir que lo sucedido estaba anunciado. “Salgo del periódico y no sé qué va a pasar”, le contestó Cano a la periodista Cecilia Orozco 24 horas antes, cuando le preguntó por la libertad de prensa en Colombia.

El impacto social provocado por el asesinato del director de El Espectador y el reclamo de los periodistas con una marcha del silencio sin antecedentes en el mundo, llevaron a las autoridades a improvisar una publicitada redada de narcos. En esa ofensiva judicial fue capturado Evaristo Porras Ardila, narcotraficante de Leticia (Amazonas), tristemente célebre porque fue el personaje que puso contra las cuerdas al ministro Rodrigo Lara Bonilla, cuando el funcionario la emprendió contra los mafiosos en el Congreso. Como el 16 de julio de ese mismo año 1986 había sido asesinado el corresponsal de El Espectador en Leticia, Roberto Camacho Prada, la pesquisa por el homicidio de Cano se desvió hacia una eventual conexión de casos.

Sin embargo, desde las primeras semanas de evolución del expediente, la familia Cano otorgó poder para que actuara como parte civil al abogado y periodista del diario, Héctor Giraldo Gálvez, quien además compartió con Guillermo Cano, Fabio Castillo y Luis de Castro, varios de los trabajos de la unidad investigativa. Inicialmente, con el juez 60, y después con la jueza 89 de instrucción criminal ambulante, Consuelo Sánchez Durán, encargada de las pesquisas a partir de una pista determinante: la matrícula de la motocicleta con la cual se perpetró el asesinato. Las placas de ese automotor condujeron a la investigadora al almacén donde había sido adquirida, y de esa manera fue identificado el asesino.

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Los testigos oculares del crimen de Guillermo Cano ratificaron que el individuo que las autoridades relacionaron con la motocicleta detectada, fue el mismo que le disparó al periodista. El problema es que cuando se intensificó la búsqueda de este sujeto, identificado como Álvaro García Saldarriaga, se verificó que semanas después del magnicidio de Cano, fue asesinado en Palmira (Valle) y su cuerpo apareció esposado a las orillas de un río. Ya era evidente la intención de borrar cualquier rastro de verdad y justicia. También era notoria la decisión del cartel de Medellín de impedir incluso que la memoria del periodista o la de El Espectador pudiera consolidarse en cualquier municipio de Antioquia.



El sábado 11 de abril de 1987, una carga de dinamita destruyó un monumento a Guillermo Cano Isaza erigido en el parque Simón Bolívar de Medellín, en memoria del periodista y en homenaje a los cien años de El Espectador cumplidos el 22 de marzo. En búsqueda de responsables la justicia constató que al menos dos asiduos acompañantes de García Saldarriaga, identificados por algunos testigos como sujetos vistos merodeando por las instalaciones del periódico, también fueron asesinados en una acción sistemática de silenciamiento de posibles delatores. La opción de la jueza Consuelo Sánchez fue buscar la trazabilidad del dinero con el que fue comprada la motocicleta que se usó para cometer el magnicidio.

En esa averiguación se pudo constatar que el cheque por tres millones y medio de pesos para adquirir la motocicleta fue entregado por Álvaro García Saldarriaga a su madre María Ofelia Saldarriaga, quien hizo la transacción, y los fondos provenían de la cuenta 005 21826 8 del Banco de Crédito y Comercio de Medellín, a nombre de Carlos Martínez Hernández. Un minucioso rastreo en la propia sucursal bancaria permitió establecer que el referido titular de la cuenta tenía autorizado a un tal Raúl Mejía para girar cheques, pero realmente quien movía altas sumas de dinero a través de esa cuenta, lo mismo que varios miembros de su familia, era el acaudalado comerciante y prestamista, Luis Carlos Molina Yepes.

Desde finales de 1987 y a lo largo de 1988, la jueza Consuelo Sánchez Durán y el abogado Héctor Giraldo Gálvez lograron importantes avances a partir de desencriptar el uso de la cuenta del Banco de Crédito y Comercio. Además de múltiples operaciones comerciales de Luis Carlos Molina Yepes y algunos miembros de su familia, aparecieron peculiares pagos. Por ejemplo, las mensualidades de arriendo de la habitación 708 del hotel Antaño, situado en Medellín, ocupada por Hernando Gaviria, director del periódico Medellín Cívico, promotor de las actividades políticas del ex representante a la Cámara por Antioquia, Pablo Escobar Gaviria.

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Uno de los propietarios del hotel resultó ser Gustavo Gaviria Rivero, primo y socio del capo del narcotráfico. En la pesquisa a quienes dieron referencias bancarias o tuvieron vínculos como cuentacorrentistas con Carlos Martínez Hernández y Luis Carlos Molina Yepes, aparecieron transacciones con Victoria Eugenia Henao de Escobar, esposa del jefe del cartel de Medellín; de su hermana Alba Marina Escobar de Gallego y de otros miembros de la familia del mafioso. La información recaudada permitió adelantar una inspección judicial a los libros de contabilidad del hotel Antaño que permitieron verificar su uso como centro de operaciones.

Luis Carlos Molina Yepes fue detenido en febrero de 1988 y sometido a una larga diligencia de indagatoria. El individuo interrogado ratificó su condición de negociante en bienes de propiedad raíz, cambio de moneda, importación de licores, acciones de empresas, terrenos rurales, transacciones de ganado y capitales invertidos en el Banco Ganadero. Al ser interrogado por sus vínculos con Gustavo Gaviria Rivero, aseguró que no lo veía desde cuatro años atrás, y que la razón para autorizar a terceros para la expedición de cheques desde la cuenta en el Banco de Crédito y Comercio, era una costumbre usual por motivos de confidencialidad y seguridad.

Cuando la investigación empezaba a develar la telaraña del magnicidio de Guillermo Cano, súbitamente Luis Carlos Molina Yepes se evadió de las autoridades. La dirección seccional del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en Antioquia informó que el jueves 3 de marzo de 1988, hacia las 10:30 de la mañana, se fugó de esa dependencia. La jueza Consuelo Sánchez continuó sus pesquisas alrededor de la cuenta bancaria, y comparando el del caso Cano con los entramados de otros magnicidios, como el crimen de Rodrigo Lara en abril de 1984, del juez Tulio Manuel Castro en agosto de 1985 y del magistrado Hernando Baquero Borda en julio de 1986.

El 23 de agosto de 1988, la jueza 89 de instrucción criminal, Consuelo Sánchez Durán profirió resolución acusatoria contra Pablo Escobar Gaviria como autor intelectual del crimen de Guillermo Cano. La misma medida adoptó respecto de David Ricardo Prisco Lopera, Norvey de Jesús Alvarán Valencia y Jorge Argiro Tobón Olarte, en calidad de coautores del homicidio. La funcionaria judicial ordenó continuar la indagatoria a Luis Carlos Molina Yepes aunque le concedió el beneficio de la libertad provisional previo pago de una caución de ochenta salarios mínimos y la obligación de comparecer al juzgado, obligación que nunca cumplió.

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El resto de 1988 se fue en la interminable tarea del abogado Giraldo Gálvez de examinar nombre por nombre y cheque por cheque, los movimientos de la cuenta del Banco de Crédito y Comercio y de las cuentas relacionadas en otras instituciones crediticias. Para sorpresa de la jueza Consuelo Sánchez y del propio Giraldo, por los mismos días de su pesquisa, el juez 71 de instrucción criminal, Andrés Enrique Montañez, quien adelantó las primeras diligencias del caso Cano, incluyendo el levantamiento del cadáver, terminó investigado penalmente por validar el habeas corpus que permitió al narcotraficante Jorge Luis Ochoa fugarse de la cárcel de La Picota.

En medio de la guerra del terrorista Pablo Escobar Gaviria contra el Estado y la sociedad colombiana, pronto su cartel impune atacó al hombre que rastreaba sus pasos. El abogado Héctor Giraldo Gálvez, asesinado el 29 de marzo de 1989 cuando se desplazaba a los juzgados en espera de conocer el rumbo del expediente Cano. Un golpe mortal a la verdad y la justicia porque la familia desistió de buscarlas y concentró su acción en el trabajo periodístico en El Espectador, pese al exilio de los directores Juan Guillermo y Fernando Cano, hijos de Guillermo Cano; y del jefe de investigaciones, Fabio Castillo, quien publicó Los jinetes de la cocaína y abandonó el país.

Por apelación de los implicados, el proceso Cano terminó en el despacho del magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Valencia García, quien confirmó la acción de la justicia contra Escobar Gaviria y sus secuaces. El 16 de agosto de 1989 fue asesinado a pocas cuadras de su despacho en el centro de Bogotá y apenas minutos después de formalizar su medida. La rama judicial paralizó sus actividades, pero esos eran días de narcoterrorismo. A las 48 horas fue asesinado en Medellín el comandante de la Policía de Antioquia, coronel Valdemar Franklin Quintero; y en Soacha (Cundinamarca), el virtual presidente de Colombia, Luis Carlos Galán Sarmiento.

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Dos semanas después, a las 6:43 minutos de la mañana del sábado 2 de septiembre de 1989, un camión cargado con dinamita fue explotado contra las instalaciones de El Espectador. Por la hora, la detonación no dejó víctimas mortales, pero sí heridas a 73 personas y destrozos en la edificación y varios inmuebles a la redonda. Con la imagen de la sala de redacción convertida en un reguero de vidrios, trozos de metal, máquinas destruidas y papeles sin dueño, al día siguiente el periódico puso en manos de los lectores una edición extraordinaria de 16 páginas con un título que se convirtió en una consigna para enfrentar al terrorismo: “¡Seguimos adelante!”.

Un mes después, en la mañana del 10 de octubre, con diferencia de minutos, fueron asesinados en Medellín, Marta Luz López y Miguel Soler, gerentes administrativo y de circulación de El Espectador en Medellín. La orden de los extraditables era que el periódico no debía circular en ningún lugar de Antioquia. Esa misma semana detonaron un carro bomba contra el periódico Vanguardia Liberal en Bucaramanga con cuatro víctimas. Hernando Tavera, otro funcionario administrativo de El Espectador en Medellín, también se sumó a la lista de los asesinados por la saña de la mafia contra en periódico de Guillermo Cano, su familia, sus colegas y su memoria.

Al año siguiente, cuando el gobierno Gaviria cambió la tónica de la guerra abierta de la era Barco, en noviembre de 1990, con intervención del fiscal 29 superior Ismael Pulido, comenzó la etapa de juicio del caso Cano sin procesados mayores. Se ratificó que fue un homicidio doloso en modalidad de agravado, pero en medio del laberinto en el que se convirtió el expediente en cuatro años, terminó acumulado a una causa paralela: el proceso por el asesinato del magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Hernando Baquero Borda, uno de sus escoltas y un transeúnte, ocurrido el 31 de julio de 1986 en Bogotá, cinco meses antes del asesinato de Guillermo Cano.

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Por información cruzada entre despachos judiciales se concluyeron vínculos del procesado Castor Emilio Montoya Peláez en ambos actos criminales, y se decidió acumular los dos expedientes en uno, mientras seguía dando vueltas entre Bogotá y Medellín. Fue la época en que el gobierno Gaviria expidió el decreto 2790 de 1990 que creó la justicia sin rostro como fórmula extrema para que no siguieran matando a los jueces; y también puso en marcha la política de sometimiento a la justicia que a través de decretos de Estado de Sitio permitió a muchos narcos saldar sus cuentas con penas laxas, y a Escobar Gaviria recluirse en la cárcel de La Catedral para seguir delinquiendo.

En una dinámica de aceptación masiva de cargos por parte de los beneficiarios de la política de sometimiento, más de uno de los secuaces de Escobar aceptó el asesinato como un desafuero más. El locuaz Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias “Popeye”, declaró que matar a Guillermo Cano fue una vuelta muy sencilla. “No se necesitaba nada, salía todos los días a la misma hora del diario El Espectador, andaba en un carro Subaru que no era blindado, siempre sin escoltas y él manejaba”. Carlos Mario Alzate Urquijo, conocido como “El Arete”, ratificó que el atentado contra el periódico se hizo en atención al odio que abrigaba Pablo Escobar contra el diario de los Cano.

Entre esas causas acumuladas se mimetizó la impunidad y la opción de la justicia se fue desvaneciendo sin opción. A mediados de 1992, el expediente Cano fue trasladado a Medellín, al despacho de la fiscal sin rostro, Myriam Rocío Vélez. Por esos mismos días, Pablo Escobar Gaviria se fugó de la cárcel de La Catedral con sus lugartenientes y recobró su accionar terrorista. El 18 de septiembre la fiscal fue asesinada junto a sus dos escoltas. Otro crimen ligado a la misma cadena homicida y un revés más en el proceso por el magnicidio del director de El Espectador, la bomba contra sus instalaciones y el rosario de asesinatos para ahogar la justicia y tapar la verdad.

Nueve años después de la muerte de Guillermo Cano, el juzgado 73 penal del circuito de Bogotá dictó sentencia. Ni Pablo Escobar, ni sus socios o sus secuaces fueron condenados. Ni siquiera, citados en el documento de 64 páginas. La que resultó sentenciada por homicidio agravado fue María Ofelia Saldarriaga, madre del sicario Álvaro García Saldarriaga, a 16 años de prisión. La jueza Merley Pulido de Barros concluyó que fue responsable de los actos de colaboración a su hijo. También fueron condenados a la misma pena Luis Carlos Molina Yepes y Carlos Martínez Hernández, por el manejo de la cuenta desde la cual salió el dinero para pagar la motocicleta del asesinato.

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Los particulares Pablo Enrique Zamora Rodríguez, Víctor Manuel Vásquez Pérez y Castor Emilio Montoya Peláez, terminaron condenados en la misma sentencia por la acumulación del proceso de Guillermo Cano y el expediente por el asesinato del magistrado de la Corte Suprema, Hernando Baquero Borda. Esta sentencia del juzgado 73 penal del circuito fue apelada y pasó a la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá. En segunda instancia, María Ofelia Saldarriaga y Carlos Martínez Hernández fueron absueltos, se convalidaron las órdenes en el caso Baquero Borda y tres magistrados reiteraron la vigencia de la orden de captura contra Luis Carlos Molina Yepes.

La decisión se produjo el 30 de julio de 1996 con nulas posibilidades de continuar en casación ante la Corte Suprema de Justicia. Entonces intervino la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que a través de una carta al presidente Ernesto Samper le solicitó formalmente que mediara ante las autoridades judiciales y al menos Luis Carlos Molina Yepes fuera recapturado. A los pocos días, el 19 de febrero de 1997, la Policía lo detuvo en un conocido restaurante del norte de Bogotá. El gobierno Samper lo exaltó como un reconfortante acierto de la justicia y por algún tiempo volvieron a relucir los nombres de los clientes y beneficiarios de su cuenta corriente.

En la época ya Jhon Jairo Velásquez, alias “Popeye” se había convertido en testigo estelar de la justicia y asiduo invitado de los medios de comunicación para descrestar con sus memorias criminales. Respecto a Luis Carlos Molina dijo a la Fiscalía que lo conoció por lo menos desde el año 1985, porque cuando él o sus compañeros de andanzas tenían que cambiar dólares y él tenía su cuenta abierta. “Él cambiaba los cheques, y si eran para cuatro o cinco días, cobraba el 1% cada día”. Como Molina Yepes sabía quién era “Popeye” y demás sicarios, siempre recalcaba: “No me vayan a traer cheques con problemas porque me dañan la vida. Yo les colaboro, pero no me perjudiquen”.

Ante la captura de Luis Carlos Molina y la confusa perspectiva de justicia, al día siguiente la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) decidió presentar el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Los entonces directivos de la SIP, David Lawrence, presidente del periódico The Miami Herald, y Luis Gabriel Cano, hermano de Guillermo Cano, presentaron un documento de 1.966 páginas con la secuencia completa de impunidad, incluso desde antes del 17 de diciembre de 1986. Los denunciantes pidieron a la CIDH protección de los derechos a la vida, a la justicia y a la libertad de expresión, basados en un inventario de errores crasos.

“Destitución de jueces por soborno; amenazas contra magistrados; asesinato de investigadores, jueces y periodistas; falta de investigación sobre casos de negligencia e impericia judicial, infiltración en la justicia de personas del cartel de Medellín que se apoderaron de vital información”. Resultó tan contundente el reclamo de los directivos de la SIP, que a las dos semanas, el 4 de marzo de 1997, la CIDH abrió el caso y notificó al Estado para que respondiera. Lo hizo la Cancillería del gobierno Samper calificando el caso como inadmisible, desde la perspectiva de que en el asesinato de Guillermo Cano no había ningún funcionario estatal comprometido.

La SIP respondió al Estado que, contrario a lo expuesto, el caso Guillermo Cano era “un proceso plagado de irregularidades”. La organización internacional cuestionó casi diez años de Luis Carlos Molina Yepes viviendo a sus anchas en Medellín desde que se fugó de las oficinas del DAS en 1988; y recordó que el asesinato del director de El Espectador fue el comienzo de una ola de violencia contra la libertad de prensa, con un mensaje de rampante impunidad ante cualquier intento periodístico de crítica al narcotráfico. La SIP le reclamó al expresidente César Gaviria que su política de sometimiento a la justicia no hubiera contemplado una mínima reparación a las víctimas.

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El Estado contestó las observaciones de la SIP hasta agosto de 2000, ya en tiempos de la administración de Andrés Pastrana. Su argumento central fue que las decisiones de la justicia en el caso Cano habían sido tomadas en derecho, y que el gobierno no podía interferir el principio de la separación de los poderes públicos. Respecto a los ataques sistemáticos contra El Espectador, concluyó que para la evaluación del caso Cano debían separarse y no correspondía a la comisión analizarlas. El documento fue notificado por el representante de Colombia ante la OEA, Luis Alfredo Ramos, quien insistió en que ya los recursos legales internos estaban agotados con resultados concretos.

A principios de 2001, ante los argumentos del caso y su importancia para la libertad de expresión en Colombia, la CIDH planteó a las partes acordar una solución amistosa. El entonces coordinador de la libertad de prensa de la SIP, Ricardo Trotti, la consideró una medida “inapropiada e improcedente”. Tres días después de esta réplica, el 23 de febrero de 2001, con un texto de 21 páginas, los comisionados Claudio Grossman, Juan E. Méndez, Marta Altolaguirre, Robert Goldman, Peter Laurie, Helio Bicudo y Julio Prado Vallejo, concluyeron que, en el caso Cano, el Estado fue responsable por la violación de los derechos a la vida, el acceso a la justicia y la libertad de expresión.

Cinco meses después, el viceministerio de relaciones exteriores, a cargo de Jairo Montoya, remitió al nuevo representante de Colombia ante la OEA, Humberto de La Calle Lombana, una petición urgente del canciller Guillermo Fernández de Soto para que no se agotara el debate de fondo y la CIDH reconsiderara su informe. En su misiva agregó que la CIDH no tenía toda la información disponible del caso y que, a través del decreto 1592 de agosto de 2000, la administración Pastrana había puesto en marcha un programa de protección a los periodistas que probaba sus buenas intenciones. A partir de ese documento nada volvió a saberse sobre el caso Guillermo Cano en la CIDH.

Desde el crimen del abogado y periodista Héctor Giraldo Gálvez, la familia Cano desistió de asomarse al proceso porque no quería que nadie más fuera asesinado. La Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA realizó visitas al país en 2001 y 2005, pero en sus reportes no hizo alusión alguna al expediente. Nadie volvió a dar razones del informe y de este vacío incomprensible solo se vino a saber hasta 2017, cuando la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), en cabeza de Pedro Vacca, conoció los pormenores de lo acontecido y constató que en algún anaquel quedó guardada una decisión trascendental para Colombia y la responsabilidad del Estado en la muerte de Guillermo Cano.

Un error que la CIDH asumió sin romper sus protocolos. Es decir, con la certeza de que procesalmente nada se puede hacer. En paralelo, el 2 de julio de 2010, el fiscal séptimo especializado en derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario, Nelson Hernando Casas Puentes, produjo una decisión alentadora. Declaró que el homicidio de Guillermo Cano tiene categoría de crimen de lesa humanidad, y que, por lo tanto, la acción penal es imprescriptible. Ese anuncio creó una remota expectativa de verdad y justicia y la Fiscalía envió una carta rogatoria a la embajada de Estados Unidos para escuchar en declaración a un convicto colombiano extraditado.

El personaje resultó ser Félix Antonio Chitiva Carrasquilla, alias “La Mica” capturado en octubre de 2001 y extraditado en julio de 2002. Según la justicia norteamericana, este individuo perteneció a la organización narcotraficante de los hermanos Miguel Ángel y Víctor Mejía Múnera, pero conoció de las tratativas con diversas organizaciones de mafiosos, entre ellas el cartel de Medellín. Una expectativa judicial que se desvaneció cuando se supo que ya “La Mica” había cumplido su condena. El otro citado a declarar fue el tristemente célebre “Popeye”, que poco tenía para agregar a su larga fábula y falleció de muerte natural con su atado de verdades y mentiras.

Catorce años han pasado desde la declaratoria de lesa humanidad del caso Guillermo Cano por parte de la Fiscalía sin un solo avance. Ya son 38 años desde que ocurrió el magnicidio y cada vez son más remotas las posibilidades de verdad y justicia. Sin embargo, el Estado, en cabeza del Ministerio de Justicia que regenta el abogado Néstor Osuna, hará un acto de reconocimiento a la memoria del director de El Espectador que incluye aceptar las múltiples omisiones del Estado en la materia. Una pausa en el camino de la impunidad para volver a creer en la justicia.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

 


































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